sábado, agosto 28, 2010

EL NIÑO Y EL CARACOL


Felipe busca uno de sus soldaditos de plástico en el jardín del fondo. Es una calurosa tarde de enero. Su mamá mueve ollas, cucharones y platos en la cocina. Está preparando un pollo al horno y un montón de papas fritas. Lo del pollo lo intuye. Lo de las papas lo sabe. Su papá no está porque lo mandaron a la esquina a comprar una coca cola de 2 litros y un kilo de azúcar. El niño mueve las plantas y descubre un caracol moviéndose lentamente por el pasto. Hola señor don caracol, saluda Felipe. El bicho saca sus cachitos al sol, tal como dice la canción que le enseñó su tía Macarena. Le gusta su tía Macarena. Cada vez que lo recibe en el jardín infantil le pasa su suave mano por una de sus orejitas. Eso le da cosquillas y también un poco de vergüenza. El niño está encandilado con los movimientos lentos y precisos del caracol. La luz del sol hace brillar el cuerpo húmedo, blando y misteriosamente prehistórico de la babosa. Cuando Felipe decide tocar con uno de sus deditos su caparazón, el bicho, con el movimiento más rápido que se permite ejecutar, se esconde bajo su coraza. Luego de un minuto de tensa espera, el caracol vuelve a asomar su cabeza. En cuclillas y con las manos sobre sus mejillas, Felipe piensa en las manos de la tía Macarena, en el extraño bicho y en el vaso de coca cola que lo espera en la mesa. Un grito de la madre, que casi roza la histeria, lo asusta y le ordena lavarse las manos y a sentarse en la mesa. El niño se levanta, congela en su carita una mueca rabiosa y aplasta al caracol con una de sus zapatillas.